El Café de Levante ha sido a lo largo de estos años punto de encuentro de renombrados artistas, poetas, músicos, intelectuales, gentes del flamenco, del Carnaval y de la cultura en general.

Algunos de ellos han querido dejar por escrito sus impresiones acerca de este mítico lugar.

En el Café de Levante amontonan los barcos de otros días su memoria velera pues ese solo nombre aprieta todo un tiempo portuario de acordeón, guitarra, tonadillas como las que cantaba aquella Zarzamora. Y la calle es la misma o pudo serlo: piedra ostionera, esquina de Rosario y San Andrés, el muelle cerca, madrugadas con trasmín a marisco y a tabaco habanero, y un marfil sevillano de mujer toda amistad, Teresa Torres, sosteniendo lo que reinventó, haciéndolo verdad con sus ojos, su risa y con todo el abierto clavel en que consiste.

NOCHES EN EL LEVANTE (experiencia y bolero para Tere Torres)

En la noche me río.
Hablo del almirante
que llegara en navío
a conquistarla antes
de ser palabra y brío.

En esta noche tiemblan
el corazón y el tiempo
al observar la niebla
que esconde el sufrimiento
de no poder ya verla.

Me río y me emborracho
con amigos canallas.
¿La vida? Un mamarracho,
al no tener agallas
de rescatar un cacho.

del don que ella me dió
de poder contemplarla
y escribir un adiós.
Pero no supe amarla
y otro se la llevó.

Esta noche la siento
entre el vino y la risa.
Sus palabras al viento
y en mangas de camisa
burlan mis desalientos.

mi corazón: armario
donde ya nada queda.
En la calle Rosario
los amigos me esperan
a beber vasos varios.

En la calle Rosario
ya se ha abierto la veda:
¡Coca-cola con Larios!

La poesía es amante
de una moto o un coche.
Yo, caballero andante
me abandono esta noche
al Café de Levante.

UN HAVANA CLUB DE CINCO

Te vi en la calle Rosario,
en aquel café que había
conocido mejor tiempo
y mejores compañías.

Un Havana Club de cinco
pediste a la camarera.
Te miraba en el espejo
el reflejo de lo que eras.

El vaso de un sueño roto
bebiste al anochecer.
Cada vez que lo vaciabas
lo llenabas otra vez.

El pasado nunca vuelve.
Te lo ha dicho la memoria.
Ni el destino se corrige,
ni se repite la historia.

Un Havana Club de cinco
pediste a la camarera.
Sonaba en el tocadiscos
una canción extranjera.

No sabías lo que buscabas:
algún rostro conocido,
un nombre que te aliviara
la resaca del olvido.

Te vi en la calle Rosario,
en aquel café que había
entreabierto entre tus labios,
donde entonces yo bebía.

Un Havana Club de cinco
pediste a la camarera.
La nostalgia estaba dentro,
la vida quedaba afuera.

UNO QUE SE SEÑALA EN EL CAFÉ DE LEVANTE

En el Café
en las mesas que tiene Tere al fondo,
para quien quiera ocultarse,
como cada noche
elevo la voz, tintineo mi copa,
la derramo sin remedio,
esperando que el estropicio sea inmenso,
un escándalo de la torpeza,
para que la dueña se fije en mí,
el más destartalado de su corte,
y me llame a su presencia.
A veces, lo consigo.
Otras no. Mal asunto:
Entonces finjo interés en las exposiciones,
converso de libros,
soporto con resignación a los poetas
que, cada noche, vienen aquí,
a lo mismo que yo.
Todo mentira. Los conoceré bien.

Mujeres así no le gustan a los hombres,
les remordía a quienes la hicieron famosa,
en los papeles.
Así, debe querer decir
con vida propia.
A mi madre no le gustaría.
A mí, sí.

Si al final
consigo a solas
pedirle muchísimas disculpas
por ser tan tonto,
por lo alelado que me pongo al verla,
doy por bien cumplido el día.
Valía la pena
destacarse.
Mañana vuelvo, seguro.

Llegaba los jueves con el viento
y en la barra asentaba su dominio,
mezcla de orgullo e inquietante distancia.
Apetecida, saciaba su sed
sintiéndose mirada, como dardo de luz
que atraversara el aire sin respiro.
No más quería, sentirse un rato
centro del deseo, fruta rabiosa
que el varón sueña entre dientes.
Sus medias, color ron,
ponían un grado de alcohol a la noche
y excitaban la vista, el olfato, el olvido.
Agitaba las horas con hielo sereno
y antes de irse, lejos de ebria,
había embriagado a más de un tipo.
Dejaba en el local fragancia a limón amargo
y se iba a casa con el viento de vuelta.

LOS QUE QUEDAMOS

Qué secreto itinerario nos conduce en el tráfago nocturno, a este Café de Levante, cuando los rotativos giran contra el reloj, y se apoderan los teléfonos de las malas noticias. — La próxima la pago yo. ¿Te marchas?

Los que quedamos, urbe traviesa, libamos gasolina de los charcos hemos perdido todas las batallas y nada hacemos cuando se nos lleva el alma el camión de la basura. — ¿Sabes? Me suena tu cara.

Hemos levantado la patria de los extraños y la prendemos al son de la lira de Memphis. Cruzan manadas de lobos para el hombre. Boquea el moribundo día en el fondo del vaso. — Tengo novio, pero no importa.

Y aunque dejamos de ser aquellos amantes inéditos, nos sigue enamorando una calle mojada, el cabecero de los taxis, la luna que siempre queda atrapada en las terrazas altas al bajar la marea. — Invita la casa.

OCTUBRE

Supongo que alguno de ustedes recuerda el café Octubre. Los que no, podrán hacerse una idea asomándose al pub que ahora ocupa su lugar en la calle Rosario, esquina a un callejón sin salida que no sé si tendrá nombre. El del local es ahora La Iguana, y a él se accede por una pesada puerta negra con una espeie de ojo de buey por el que te mira con desconfianza un portero con cara de pocos amigos. Olviden la espesa bocanada de humo y música estridente que sale cada vez que un jovencito aturdido empuja la puerta para respirar el aire algo más fresco del callejón. Y no le hagan demasiado caso a la decoración, que ahora es muy diferente. Supongo. A decir verdad, yo nunca he estado allí. O, mejor dicho, no recuerdo haber estado, aunque no podría asegurarlo. En cualquier caso, traten de imaginarse otro bar en el mismo espacio, piensen en una música distinta, aunque casi igual de fuerte, y en gente algo más mayor y mucho peor vestida que habla con vehemencia temas casi tan banales como los que acaso ahora, esta misma noche, estén tratando en el estrecho pasadizo —y eso sí que no habrá cambiado— que separa el mostrador del grueso muro atacado de humedad donde entonces colgaban carteles y fotografías de cine y ahora no puedo imaginar qué.

(Fragmento de “Octubre”, un café que tiene muchas cosas en común con el Levante).

EL CAFÉ DE LEVANTE

(Remedo lorquiano)

1
En el café de Levante
se juntaron los paisanos,
los poetas y pintores
un capricho cavilaron.

2
En el café de Levante
los paisanos decidieron
que la noche tenga dueña
y en la ciudad lo dijeron

3
Midió el poeta su verso
y el pintor su veladura,
y a los labios de la noche
le llamaron hermosura.

4
Cuando el reló dió la hora
y se fueron del café,
era la noche un paisaje,
unos labios de mujer.

LA CABEZA DEL COMETA

Habrían cedido al diablo un rincón de su inteligencia a cambio de un mayor entendimiento de las cosas de la vida en la vieja ciudad de galeones.

Teresa, la dueña del café, les advirtió una noche sobre las sirenas que tejen sus cabellos con redes, y sobre los cantos con los que confunden a los pescadores. La atmósfera del café estaba tomada por el humo áspero de las pipas de los contrabandistas y los burócratas. Los cristales empañados de los grandes espejos de caoba se negaban a devolver cualquier imagen y protegían las tertulias de Sofía e Irene con el anonimato.

“ Había una ninfa paticoja que recogía a los marineros del puerto, exháustos aún por las largas travesías, y les daba su calor de pago generoso y sincero”, supieron a modo de cuento.

La ciudad de los aldabones blancos en las puertas palaciegas conservaban mechones de pelo de sus viejos enamorados y en el fondo del mar yacía un cofre con el relicario, que se resistía al expolio de los piratas doctorados.

“ Algún día, compañeras”, concluyó Teresa, “ las olas lo barrerán todo y veremos cruzar por el cielo la cabeza del cometa. Ese día sabremos qué nos anunciaban las sirenas de la cola de guata con sus alborotos de veinte duros”.

Las profecías iban cubriendo la ciudad con trastornos medievales. Sobre las paredes blancas podían leerse pintadas y grafitis que proclamaban el fin de la monarquía, de los dinosaurios, el regreso de los galeones y las revueltas de los locos, el imparable ascenso de los travestidos y los caballitos de mar. Había ya varios dementes y grafómanos entre rejas a los que se les negaba el derecho de rotulador e imprenta.

A Sofía e Irene no les sorprendió el racionamiento de los pescados en el mercado de abastos, y dedujeron, por el creciente hedor de las alcantarillas públicas, que la cabeza del cometa se aproximaba.

Habían dormido juntas alguna que otra vez en el ático que Irene compró al gremio de los creadores de pájaros. Era una pequeña torre sobre la azotea, donde el viento jugaba a levantar los restos de nidos de palomas y nidos de gaviota.

Tanto Irene como Sofía habían recorrido el mundo a pies descalzos con la esperanza de comprenderlo mejor, pero al final compraron las botas de siete leguas para retomar la ciudad milenaria cuanto antes. Se conocieron en el camino de vuelta y juraron que permanecerían en el lugar de destino mientras les quedara un rastro de vida.

Arcángeles sin ira enviados por los dioses, así se sentían aquella mañana, en lo alto de la torre mirador, después de velar sus alas toda la noche en el espacio hexagonal del café. El fin del mundo era la confusión de sus sexos en aquel fragmento de la madrugada.

La cabeza del cometa pasó sobre el ático cuando estrenaban su común desnudez, cuando empezaron a palparse con la suavidad de muerte.

El agua sucia salía a borbotones del subsuelo y los últimos remolcadores abandonaron el puerto. Un reguero de peces muertos cubrió los callejones de la ciudad.

Mientras el mundo que conocieron se hundía, vieron pasar de largo muchos barcos, pero no pudieron ni quisieron hacerse a la mar. Con la sangre que aún les quedaba entendieron al fin el misterio de las sirenas y los galeones.

Calle de la aduana vieja izquierda desde el mar ponen café en tazas azules con besos, huelen de lejos las algas de la marea última y Teresa desea que la luna y tú os acordéis, ya es hora, de vuestro compromiso con los amigos dignos —o en trámites— de figurar en la enciclopedia británica, y a la luz de taquígrafos y velas seamos solidarios con el otoño, los salarios y los continentes. De noche todos los amos son pardos, las estrellas abusan boca abajo de nuestro destino, cuando algunos soldados menos son sustituidos por una mujer que tiembla desde los pies descalzos, o llora una sonrisa improbable que, a veces y a destiempo, le amnistía la piel, y en una mesa separada de metódica conquista, un poeta ofrece a cambio de algo calentito, el nombre de una constelación o de una flor. Entre tanto los demás esperamos que la noche cubra con gasas las heridas de sal y ginebra y desamor que hemos acumulado, vayan ya despidiéndose los menos fieles, los vendedores de lápices y los malos tiempos, hasta que, por fin, sean más urgentes los aliados, dejen las lágrimas de ocupar los trenes, descubir el contenidos de la lluvia el secreto de las agendas, las hebra que esparce al viento el tiempo en las aceras. Entre sobras y alegrías nos vamos curando cada noche del largo día con el aire caliente que seduce dulce las madrugadas gananciales de noviembre antes de que, indefensos, nos separe de la orilla la puta oportunidad laboral o, simplemente, el sol, y un alemán de Almería temple con ella tras un largo cortejo de pequeños arreglos y filtros de amor doméstico y promesas que ayer complicamos para aplazar la muerte. En este café de Levante el tiempo no dicta citas, de las suertes se escogen las mejores ocasiones, y son ellas quienes nos deben matar de una mirada para que la noche nos entierre hasta los labios en el fondo tenue en el que sueño tus ojos. Vosotros, tranquilamente, adelantaos sin pausa. Ellos no nos expulsarán de la ciudad, me queda al menos un juramento: os seguiré pronto.

CAFÉ DE LEVANTE

Esas noches en el café –uno de los muchos que nos brinda la ciudad marina, sirena algo aniñada– entre cerveza, cuba libre y algún té a la menta intentábamos dejar nuestra huella sobre las impasibles mesitas que habrían visto pasar a otras generaciones de jóvenes poetas. Las servilletas, en todo caso, servían para aquello: frases de Aleixandre y Gil de Biedma, versos de propia cosecha o siembra, planos de ciudades perdidas en la costa más africana del continente vecino y quizás el atrevido intento de subyugar los idiomas que allí se hablaban, de moldearlos, de buscarles poesía o historia. Era esto la vida: la improvisación del jazz, la cita de pasado mañana que se daba en un mostrador con nombre de viento bajo los marchitados carteles que evocaban un café muy cantado de una capital prusiana, bajo el argénteo son de un laúd, tocado por hermanos de aquella costa tan andalusí que esperaba enfrente, bajo los auspicios, en fin, de esta singular mezcla de océano, luz y piedra habitada que como ninguna otra era capaz de echar flores y bares y poemas y el deseo de navegar lo que fuera. Si hubo tarea, era la de solidificar las telarañas de sueño con las que, durante esas noches en el café, envolvíamos el planeta o lo que del planeta quedaba.

Comment a-t-on osé faire un hommage à Therèse?

Una palabra no se encienrra en su grafía. un café es mucho más que dos sílabas; es un campo de sueños que, juntos, van a limarse en los cristales, como rocío urbano, pues aquí ya sólo florecen pétalos de vidrio; también es hermandad de amantaes, correspondidos y fracasados, que adivinan, en las volutas de humos, augurios de eternidad y, en el llanto de una copa fría, lágrimas de condolencia; pero, sobre todo, es hogar para amigos que olvidan, entre abrazos, el monocorde concierto diario de tantos instrumentos desafinados.