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Charo Ramos

CHARO RAMOS

Periodista
LA CABEZA DEL COMETA

Habrían cedido al diablo un rincón de su inteligencia a cambio de un mayor entendimiento de las cosas de la vida en la vieja ciudad de galeones.

Teresa, la dueña del café, les advirtió una noche sobre las sirenas que tejen sus cabellos con redes, y sobre los cantos con los que confunden a los pescadores. La atmósfera del café estaba tomada por el humo áspero de las pipas de los contrabandistas y los burócratas. Los cristales empañados de los grandes espejos de caoba se negaban a devolver cualquier imagen y protegían las tertulias de Sofía e Irene con el anonimato.

“ Había una ninfa paticoja que recogía a los marineros del puerto, exháustos aún por las largas travesías, y les daba su calor de pago generoso y sincero”, supieron a modo de cuento.

La ciudad de los aldabones blancos en las puertas palaciegas conservaban mechones de pelo de sus viejos enamorados y en el fondo del mar yacía un cofre con el relicario, que se resistía al expolio de los piratas doctorados.

“ Algún día, compañeras”, concluyó Teresa, “ las olas lo barrerán todo y veremos cruzar por el cielo la cabeza del cometa. Ese día sabremos qué nos anunciaban las sirenas de la cola de guata con sus alborotos de veinte duros”.

Las profecías iban cubriendo la ciudad con trastornos medievales. Sobre las paredes blancas podían leerse pintadas y grafitis que proclamaban el fin de la monarquía, de los dinosaurios, el regreso de los galeones y las revueltas de los locos, el imparable ascenso de los travestidos y los caballitos de mar. Había ya varios dementes y grafómanos entre rejas a los que se les negaba el derecho de rotulador e imprenta.

A Sofía e Irene no les sorprendió el racionamiento de los pescados en el mercado de abastos, y dedujeron, por el creciente hedor de las alcantarillas públicas, que la cabeza del cometa se aproximaba.

Habían dormido juntas alguna que otra vez en el ático que Irene compró al gremio de los creadores de pájaros. Era una pequeña torre sobre la azotea, donde el viento jugaba a levantar los restos de nidos de palomas y nidos de gaviota.

Tanto Irene como Sofía habían recorrido el mundo a pies descalzos con la esperanza de comprenderlo mejor, pero al final compraron las botas de siete leguas para retomar la ciudad milenaria cuanto antes. Se conocieron en el camino de vuelta y juraron que permanecerían en el lugar de destino mientras les quedara un rastro de vida.

Arcángeles sin ira enviados por los dioses, así se sentían aquella mañana, en lo alto de la torre mirador, después de velar sus alas toda la noche en el espacio hexagonal del café. El fin del mundo era la confusión de sus sexos en aquel fragmento de la madrugada.

La cabeza del cometa pasó sobre el ático cuando estrenaban su común desnudez, cuando empezaron a palparse con la suavidad de muerte.

El agua sucia salía a borbotones del subsuelo y los últimos remolcadores abandonaron el puerto. Un reguero de peces muertos cubrió los callejones de la ciudad.

Mientras el mundo que conocieron se hundía, vieron pasar de largo muchos barcos, pero no pudieron ni quisieron hacerse a la mar. Con la sangre que aún les quedaba entendieron al fin el misterio de las sirenas y los galeones.